Llevaba tres dias viendo candidatos sin parar, y no había tenido éxito. Había quedado con unos amigos en el bar Congo. Salió de la oficina, y tomó un taxi. Mientras circulaba hacia su destino, pensaba que el candidato ideal debía conjugar tres elementos básicos: saber, querer y poder. Recordó lo que otro taxista le había resumido irónicamente en uno de sus frecuentes trayectos al trabajo: no se puede ir por la vida pensando que estudiar es desconfiar de la inteligencia del compañero, ni que el interés por un asunto se mida por si uno llega a la página dos de Google, le había dicho. La teoría de las cinco grandes dimensiones de la personalidad (“the big five”) distinguía nuestra tendencia, forjada en los años de la infancia, a buscar o a huir de las experiencias nuevas, a exigirnos o no la disciplina necesaria para conseguir nuestros objetivos, a disfrutar o no de la relación con el mundo exterior y las demás personas, a sobrellevar mejor o peor la frustración y el estrés, y, por último, a interesarnos en mayor o menor medida por los demás. Precisamente los estudios sobre esta última dimensión denominada afabilidad, indicaban que las personas con alta puntuación en la misma, eran más cooperativas, altruistas, amables, cariñosas y, quizá lo más importante de todo, simpáticas. Se divorciaban menos, y se percibían de manera más favorable en las entrevistas de trabajo, presentando más posibilidades de ascender en la empresa. Tal vez era esto lo que buscaba su cliente; en una época de crisis como la actual, lo predominante eran estados de ánimos negativos, irritados o deprimidos, que no acababan de aceptar y adaptarse al nuevo entorno. Se había generalizado el colmo del pesimista: temer que les quiten lo bailao. Y cuando uno solo ve problemas en todo, él mismo acaba siendo el problema, como decía el personaje de Pepe Sancho, en un episodio de ”Crematorio”.
El coche se detuvo en un semáforo en rojo; mientras esperaban a reanudar la marcha, miró distraídamente a través del cristal de la ventanilla y reparó en el anuncio pegado en la vitrina de una panadería. Sonrió. Era como si alguien hubiera estado escuchando sus pensamientos. El texto era lacónico pero impactante. Decía: “Se necesita personal: abstenerse cenizos”.
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